Hubo en una Isla apartada del resto del mundo un hombre que retó a los
poderosos de su tiempo. Se había leído
de pequeño todas las leyendas y cuentos de héroes que combatían contra el mal y
quiso ser siempre uno de ellos. A veces
se veía como Hércules, semi dios e invencible, sólo tentado a las delicias de
alguna mujer hermosa que le habría de regalar la piel de oso que un día
vistiera y le abrasara vivo. Otras veces se veía como Ulises navegando mares,
conquistando playas en busca siempre de su amada Penélope. En otras ocasiones
era como Jayson con sus argonautas peleando contra monstruos y espejismos y las
más de las veces era Perseo, peleando con un tuco de espada contra los
monstruos invencibles de las diez cabezas.
Así creció entre aquellas fantasías arquetípicas del héroe soñando el
día de encontrarse de frente las bestias a derrotar como antes lo hizo aquel
hijo de Zeus y la mortal Danae.
Ya de adulto, le bastó
entonces estudiar en la escuela de leyes más prestigiosa de aquella Isla, para
darse cuenta de que en adelante habría de estar rodeado de bestias y de la
mayor pluralidad de seres aberrados que creían haber alcanzado la iluminación
con la mera obtención de un titulo tan vulgar como lo es el del abogado que no
es otra cosa que un manejador de sofismos para moldear las cosas de tal manera
que siempre escapen a la verdadera justicia. Y allí se encontraba él, en aquel edificio de
frío mármol tan sólido que sólo puede corroerle la polilla de la corrupción,
nada más. El mismo centro judicial de la
región donde los años transcurridos en el ejercicio de la profesión no eran
otra cosa que un cúmulo de hastíos. Había incluso, transcurrido una década de
haber renunciado e insultado a todos los jueces de aquella colonia por ser
meros farsantes e imitadores de los que de verdad lo eran en la metrópoli y a
pesar de ello, todavía como un vicio no podía dejar de ejercer aquella
profesión vampira.
–Ustedes no valen la toga que visten. – Les dijo un día, pero en inglés,
y como el juez a quien él se dirigía no dominaba el idioma del invasor que
ellos adulaban y ante el cual servían de rodillas, le declararon con lugar permitiéndole
salir del caso del cual denunciaba la crasa corrupción que pudre al sistema
judicial. Recordaba ese evento del cual
salió airoso, intacto, pero sin dinero, sin poder dejar de ejercer la maldita
profesión para siempre. Nuevamente se
encontraba ante otra encrucijada y ya entrando en sala pensaba cómo la haría
para mandar para el carajo a aquel juez que no era otra cosa que un minúsculo
hombrecillo perdido en su toga negra. Un
ser verdaderamente despreciable, que según el perfil psicológico realizado por
un doctor amigo suyo le había expresado que aquel infeliz no era otra cosa que
la vileza encarnada por frustraciones y complejos que desquitaba en otros
utilizando la toga de juez como excusa para atropellar lo que como hombre jamás
sería capaz de enfrentar.
–Buenos días. Para efectos de
registro, el Licenciado Gonzalo González González, abogado designado de oficio
para representar a Don Eulogio Llanos Portentos. – Se presentó como de
costumbre una vez llamado el caso que era uno ex parte por lo cual no había
otro abogado en sala.
–
Buenos días. – Contestó
el juez mirando de reojo a su interlocutor y de inmediato preguntó: ¿Algo que
informar?
–
¿Informar? No
exactamente, juez.
–
¿Bueno, y qué entonces?
– Preguntó aquel juez de rostro sin luces, sonreído en su propia socarronería.
–
Juez, a mí se me ha
asignado de oficio representar a Don Eulogio por razón de su condición de salud
y para verificar la voluntariedad de su ingreso a un hogar para personas con
discapacidad.
–
Así es. Prosiga.
–
A eso voy, juez. Don
Eulogio, según informa la social del caso aquí presente, está en un estado de
lucidez en el cual él mismo reconoce su capacidad para tomar decisiones bien
informadas y libres de toda coacción.
–
Eso está muy bien
licenciado. No veo impedimento entonces para que este tribunal acoja el informe
de la social y proceda a conceder la petición ya consentida por el propio
peticionado para que este permanezca bajo tratamiento en un hogar destinado a
esos efectos.
–
Precisamente, juez, ahí
es que está el detalle como decía aquel comediante mexicano.
–
No me venga con
chistecitos que sabe usted que no está muy bien parado entre nuestra clase
togada.
–
Si no es chistecito
juez. Es más, el único chiste aquí es
usted juez.
–
Licenciado, no le voy a
permitir ninguna de sus extravagancias y menos que venga en corte abierta a
faltarme el respeto.
–
Lo falta usted señor
juez.
–
(Iracundo) Usted está ya en desacato, pero lo
quiero escuchar para asegurarme que el desacato va a ser uno tal que no habrá
manera de que usted se libre de la cárcel. Hable licenciado.
–
Juez, pido disculpas si
le ofendí con lo del chiste, pero en términos estrictamente serios usted no
debe estar ejerciendo el cargo de juez.
–
A ver: ¿Por qué razón?
–
Por una sola juez.
–
Dígala.
–
Porque usted es nada
más y nada menos que el primer damo de esta Isla y como tal sus funciones deben
ser ayudar en los asuntos protocolarios y de relaciones públicas a la
gobernadora Blanca Vaca del Toro.
–
¡Usted es un charlatán!
–
No juez. El charlatán
en todo caso es usted que pretende ver casos sin que el puesto de primer damo
le afecte en su juicio.
–
Por qué me habría de
afectar si a excepción de usted aquí desde que mi esposa se convirtió en
gobernadora los abogados y abogadas vienen con el mayor de los respetos y
propiedad. Nunca había observado mejor comportamiento entre sus colegas. Por su
puesto usted es la nota discordante, usted no está a la altura y elegancia de
ellos y ellas.
–
¿Y usted los cree
sinceros? Se mueren de miedo. Son otros, no son ellos, fingen ante usted que
tiende a ser muy severo. Eso sin contar a los que carecen de toda espina como
meras babosas, moluscos resbalosos que se cuelan por cada rendija que el
artificio de sus zalamerías les abre para conveniencia.
–
Vamos a suponer que
finjan, que no sean sinceros: No es lo que siempre hacen ustedes por
congraciarse con cada juez para que les resuelva a cada cual su enredo.
–
No juez, a excepción de
esas lapas que le acabo de describir, mis colegas hacen honor al arte de la
diplomacia, la cordialidad y la amabilidad con quien ha de servirle la justicia. Se comportan por lo regular como lo harían con
el cocinero o el mesero que lleva el plato de comida a la mesa. Lo menos que quieren
ser es groseros contra quien tiene el transitorio poder de escupirnos la
comida.
–
¿A dónde quiere llegar
usted con esto?
–
A que usted entienda
que un primer damo, no puede ser juez del pueblo. Usted tiene serios conflictos
de interés por no querer asumir el verdadero puesto que le corresponde.
–
¡Soy juez!
–
Un juez que se ha
quedado tuerto. Con un ojo vendado por ser componente de la rama judicial y el
otro abierto por ser componente, al ser el consorte de la gobernadora en la
rama ejecutiva. No puede ni debe estar en dos ramas de poder a la misma vez,
señor juez.
–
Es que no lo estoy.
–
¿No duerme usted con su
esposa la gobernadora?
–
¿Y a usted qué le
importa?
–
No es a mí, es al
pueblo, pero más que al pueblo a los que vienen aquí para que usted les sirva
justicia; pero ¿cómo ha de servirla sin escupirla cuando viene un abogado o
algún ciudadano que haya hecho expresiones negativas y bien merecidas a su
esposa?
–
Pues no me doy por
enterado cuando lo hacen ni quién lo hace.
–
Y su esposa, como toda
mujer herida y cargada ¿no viene donde usted para que le consuele, para que le
sirva de paño de lágrimas, para al menos desahogarse de cada crueldad que se
pueda inventar la gente bajo el manto del derecho a la libre expresión?
–
No me cuenta, ella es
muy estoica y le resbala todo lo que dicen de ella.
–
Y usted como sabe que
le resbala, que no le molesta si a usted no le dice nada.
–
Porque la veo alegre,
la señora gobernadora, mi esposa es feliz.
–
¿Y usted no se molesta
si se entera de las cosas que se dicen de ella, de lo que este mismo abogado
sobre su esposa ha podido decir? Recuerde que yo lucho en contra de todo lo que
ella y su partido representan.
–
Usted no lucha, lo que
hace es jo..fastidiar a los que estamos a cargo de este país en las tres ramas.
–
Ustedes no están a
cargo sino cargándose todas las instituciones del país, ustedes son verdaderas
larvas de parásitos sociales…
–
Alguacil, espose a este
hombre y manténgalo bajo arresto y cítese para la correspondiente vista por
desacato al tribunal.
Ya atado de manos, encadenado en sus tobillos con serios grilletes de la
injusticia, Gonzálo gritaba en total desafuero:
–
Usted es el esposado,
juez de mierda. Estas esposas durarán hasta que cumpla con mi desacato, pero de
las suyas nunca podrá zafarse, usted está esposado a la gobernadora, usted
duerme con el conflicto, usted fornica la justicia, ¡La viola…juez…váyase al
carajo!
Y así fue como aquel que soñaba de pequeño luchar contra bestias de diez
cabezas como lo hiciera aquel semi dios llamado Perseo, mandó para el mismísimo
carajo al juez que no le quedó más remedio y con gran deleite que mandarle para
la cárcel por treinta días.
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