viernes, 6 de octubre de 2017

El Hombre a Pedazos


El Hombre a Pedazos

Estaba el hombre, con su machete afilado, cortando las puntas de un coco de agua de los cientos que derribó el huracán a su paso.  Agua y comida en aquellos cocos, tenía el hombre para sobrevivir a la escasez que la desolación del ciclón había dejado a través de toda su Isla y en aquel recodo paradisiaco que era su finca donde la fronda fue sustituida de un día para otro en un paisaje surreal que intuía un desierto repentino color de arena eterna. El acceso a lugares donde pudiera abastecerse de agua o comida estaban bloqueados y en realidad, aunque los caminos hubieran estado despejados, el hombre no tenía suficiente dinero si de casualidad encontraba un mercado abierto para abastecerse de todo lo que carecía. La desolación había traído consigo también silencios antiguos que gritaban recuerdos y fulminaban imágenes de tiempos remotos harto olvidadas.  No sólo la vegetación se había transformado en un abrir y cerrar de ojos, sino también la acústica del campo en una ausencia muy triste de trinos y susurros de las aves que fueron arrasadas, resultando ello en cierta reminiscencia de campos santos de absoluto silencio. No habitaba en aquel bosque o lo que quedaba del mismo, otra alma con la cual dialogar hasta que repentinamente, casi al dar el último corte para dejar al descubierto el caparazón que lo separaba del agua exquisita que guardaba el coco, oyó una voz.

--¡Hombre!

El hombre, miró a todos lados, a Norte, Sur, Este y Oeste y no vio a nadie que pudiera estar hablándole. Ignorando, entonces aquel llamado, pensó que debió ser su imaginación producto del cansancio, el hambre y lo más probable la sed. ¿No era para ello que precisamente pelaba con su machete aquel fruto verde, para saciar la terrible sequía que sentía hasta en el alma? Pero la voz volvió, esta vez con más ímpetu.

--¡Hombre!

Entonces el hombre, presto a lanzar el siguiente machetazo, advirtió que quien le retaba a hablar era su mano izquierda que a su vez sostenía el coco que diestramente su mano derecha, en completo mutis macheteaba.

--¿Qué? – Le respondió el hombre con la naturalidad de aquellos que de uso y costumbre responden a un interlocutor harto familiar.

--¿Quieres apostar?

El hombre permaneció pensativo un instante. El mero hecho de contestar, un si o un no daría lugar a un escalamiento en el reto que representaba la mano. Una explicación resultaría en una invitación a un dialogo y por ende a una elaboración de aquella invitación tan repentina. Su meta inmediata era terminar de pelar aquel coco, hacer el correspondiente orificio y tomarse la deleitosa agua. Sin embargo, terminó vencido ante la tentación insistente de aquella mano que en lugar de sostener el coco comenzaba a temblarle esperando la respuesta del hombre.

--No quiero apostar, déjame quieto.

--Ay, no quiero apostar, déjame quieto. ¡Pussy!

El hombre, un tanto molesto, más que impresionado o curioso, decidió replicarle a la insidiosa siniestra, con mayor determinación.

            --Vamos a ver. ¿Qué tienes tú, para apostar?

            --¿Qué tienes tú? – Replicó la zurda con descarada soltura.

            --Tengo todo, sin embargo, no creo que tengas nada que apostar. – Le contestó el hombre sin abandonar su sobriedad.

            --Te equivocas, tengo más de lo que imaginas, Incluso te puedo poner como objeto de la apuesta misma. Tú no puedes apostarte a ti, sin embargo, yo te puedo apostar como puedo apostarme a mí misma como mano, pero si quieres podemos empezar apostando poco, algo así como un dedito. ¿Qué te parece?

El hombre sonrió y pasando el cabo de su machete a la izquierda se prestó a amolar la hoja del mismo que ya de por si lucía un destellante filo.

--Amuela bien, para que no duela donde cortes.

--Definitivamente y recuerda que nunca fallo. Siempre corto por donde quiero y lo que quiero del primer zarpazo.

--Gracias a mí que te asisto.

--Puedo utilizar el machete y cortar sin tu asistencia.

--¡Ja! Eres un presumido y acabas de pronunciar efectivamente las palabras que te harán perder la apuesta. Estás hecho de palabras, pero no las ordenas siempre adecuadamente.

--¿Qué sabes tú? Eres nada más que una simple mano. De palabras se yo. -- Le dijo irritado el hombre y mientras alzaba el machete para azotar el caparazón externo del coco se dirigió nuevamente a la mano.

--Sostén bien el coco pues si te apuesto que daré el corte preciso para estar listo a tomarme el agua.

--Vas a fallar, tonto.

--¿Apuestas cual dedo?

--Te apuesto la mano entera, pero si fallas, decidiré que parte de ti has de cercenar.

--Trato hecho. – Y lanzando el hombre, el machete con todo furor hacia la última mecha de coco que quedaba por mondar, la mano mañosa, abrió sus dedos dejando sin balance la fruta que rodó, de tal manera que el machete filoso siguió viaje hacia el suelo no sin antes llevarse el pie izquierdo del hombre que dio un grito de profundo dolor.

--¡Perdiste y por partida doble! – Se apresuró a decir la mano sin validar dolor alguno en el hombre.

El hombre, en total rebelión volvió a levantar el machete y con mayor ímpetu la emprendió contra la mano que oronda celebraba su triunfo y la cercenó desde la muñeca misma. Entonces, el hombre manco, cojo y abatido, procuró sentarse sobre el tronco de una ceiba, olvidándose del agua de coco que tanto apeteció tomarse y distrajo su mirada hacia el nuevo horizonte que parecía yermo. 

--¡Al fin solos! Ella perdió la apuesta conmigo, no te preocupes. – Por fin la diestra que había permanecido muda todo este tiempo, reveló al hombre con su expresión quien había originado aquella descabellada apuesta.

El hombre amargado, la ignoró y pensó que había terminado siendo víctima y prisionero no de la zurda, pero de la derecha y volviendo de lo profundo de sus pensamientos, saboreaba la dulzura del agua y la felicidad de sus fantasías literarias. Se dijo que cuando regresara la electricidad, escribiría este cuento de las manos apostadoras.

Epílogo

Todavía, sin embargo, reflexionaba el hombre en posibles finales para el cuento y en cuantas partes habría de cercenar su propio cuerpo a partir de la infinidad de posibles apuestas, sobre el final que merecía aquella fantasía surgida en la faena de obtener el agua del coco. Imaginó cortes sin fin, hasta quedar la mano sola empuñando el machete sin tener nada más que cortar, triunfadora mano derecha u hombre sin mano y sin nada, alternando así títulos sin fin dentro de las probabilidades de cercenamientos. Bastó entonces cuando pudo, bajar al pueblo para hacer la consabida fila, preámbulo de la nueva rutina post huracán y requisito para entrar a comprar los limitados productos que en el mercado tenían disponibles debido a la crisis.  La línea se veía insufrible y sin remedio, sólo se remediaba con ver que seguían llegando otros para hacerle uno más entre los muchos que esperaban en fila para entrar al supermercado que con el huracán se había convertido en un simple mercadito. Un hombre de mediana estatura y tez curtida por la dureza de una vida que en apariencia había llevado, le hizo siguiente en turno arrebatándole así el último puesto que nadie quiere. Era aquel de tosco hablar y de miserias las anécdotas que tenia de su vida. Sin prestar mucha atención a lo que el otro narraba, el hombre en la fila distrajo sus pensamientos quedando a forma de fuego cruzado entre conversación entablada por aquel otro último y la mujer que frente al hombre estaba en turno. Mas distraído no estaba el hombre a tal grado para ignorar lo que produjo el final de este cuento:

…--Yo dejé la bebida. Ya no bebo, porque cuando yo bebía me daba mucho coraje conmigo, me peleaba conmigo mismo y me cortaba pedazos. – Entonces el hombre miró con incredulidad y asombro la realidad de un pasado terrible de aquel otro que le mostraba a la mujer de enfrente, su mano izquierda cercenada en sus dedos y su pecho desfigurado por cortes que en otro tiempo se había hecho aquel hombre, no pelando un coco, pero peleando contra si mismo.

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