El
Hombre a Pedazos
Estaba el hombre, con su machete afilado, cortando las
puntas de un coco de agua de los cientos que derribó el huracán a su paso. Agua y comida en aquellos cocos, tenía el
hombre para sobrevivir a la escasez que la desolación del ciclón había dejado a
través de toda su Isla y en aquel recodo paradisiaco que era su finca donde la
fronda fue sustituida de un día para otro en un paisaje surreal que intuía un
desierto repentino color de arena eterna. El acceso a lugares donde pudiera abastecerse
de agua o comida estaban bloqueados y en realidad, aunque los caminos hubieran
estado despejados, el hombre no tenía suficiente dinero si de casualidad
encontraba un mercado abierto para abastecerse de todo lo que carecía. La
desolación había traído consigo también silencios antiguos que gritaban
recuerdos y fulminaban imágenes de tiempos remotos harto olvidadas. No sólo la vegetación se había transformado en
un abrir y cerrar de ojos, sino también la acústica del campo en una ausencia muy
triste de trinos y susurros de las aves que fueron arrasadas, resultando ello
en cierta reminiscencia de campos santos de absoluto silencio. No habitaba en aquel
bosque o lo que quedaba del mismo, otra alma con la cual dialogar hasta que
repentinamente, casi al dar el último corte para dejar al descubierto el
caparazón que lo separaba del agua exquisita que guardaba el coco, oyó una voz.
--¡Hombre!
El hombre, miró a todos lados, a Norte, Sur, Este y
Oeste y no vio a nadie que pudiera estar hablándole. Ignorando, entonces aquel
llamado, pensó que debió ser su imaginación producto del cansancio, el hambre y
lo más probable la sed. ¿No era para ello que precisamente pelaba con su
machete aquel fruto verde, para saciar la terrible sequía que sentía hasta en
el alma? Pero la voz volvió, esta vez con más ímpetu.
--¡Hombre!
Entonces el hombre, presto a lanzar el siguiente
machetazo, advirtió que quien le retaba a hablar era su mano izquierda que a su
vez sostenía el coco que diestramente su mano derecha, en completo mutis
macheteaba.
--¿Qué? – Le respondió el hombre con la naturalidad de
aquellos que de uso y costumbre responden a un interlocutor harto familiar.
--¿Quieres apostar?
El hombre permaneció pensativo un instante. El mero
hecho de contestar, un si o un no daría lugar a un escalamiento en el reto que
representaba la mano. Una explicación resultaría en una invitación a un dialogo
y por ende a una elaboración de aquella invitación tan repentina. Su meta
inmediata era terminar de pelar aquel coco, hacer el correspondiente orificio y
tomarse la deleitosa agua. Sin embargo, terminó vencido ante la tentación insistente
de aquella mano que en lugar de sostener el coco comenzaba a temblarle
esperando la respuesta del hombre.
--No quiero apostar, déjame quieto.
--Ay, no quiero
apostar, déjame quieto. ¡Pussy!
El hombre, un tanto molesto, más que impresionado o curioso,
decidió replicarle a la insidiosa siniestra, con mayor determinación.
--Vamos
a ver. ¿Qué tienes tú, para apostar?
--¿Qué
tienes tú? – Replicó la zurda con descarada soltura.
--Tengo
todo, sin embargo, no creo que tengas nada que apostar. – Le contestó el hombre
sin abandonar su sobriedad.
--Te
equivocas, tengo más de lo que imaginas, Incluso te puedo poner como objeto de
la apuesta misma. Tú no puedes apostarte a ti, sin embargo, yo te puedo apostar
como puedo apostarme a mí misma como mano, pero si quieres podemos empezar
apostando poco, algo así como un dedito. ¿Qué te parece?
El hombre sonrió y pasando el cabo de su machete a la
izquierda se prestó a amolar la hoja del mismo que ya de por si lucía un
destellante filo.
--Amuela bien, para que no duela donde cortes.
--Definitivamente y recuerda que nunca fallo. Siempre
corto por donde quiero y lo que quiero del primer zarpazo.
--Gracias a mí que
te asisto.
--Puedo utilizar el machete y cortar sin tu
asistencia.
--¡Ja! Eres un presumido y acabas de pronunciar
efectivamente las palabras que te harán perder la apuesta. Estás hecho de
palabras, pero no las ordenas siempre adecuadamente.
--¿Qué sabes tú? Eres nada más que una simple mano. De
palabras se yo. -- Le dijo irritado el hombre y mientras alzaba el machete para
azotar el caparazón externo del coco se dirigió nuevamente a la mano.
--Sostén bien el coco pues si te apuesto que daré el
corte preciso para estar listo a tomarme el agua.
--Vas a fallar, tonto.
--¿Apuestas cual dedo?
--Te apuesto la mano entera, pero si fallas, decidiré
que parte de ti has de cercenar.
--Trato hecho. – Y lanzando el hombre, el machete con
todo furor hacia la última mecha de coco que quedaba por mondar, la mano
mañosa, abrió sus dedos dejando sin balance la fruta que rodó, de tal manera
que el machete filoso siguió viaje hacia el suelo no sin antes llevarse el pie
izquierdo del hombre que dio un grito de profundo dolor.
--¡Perdiste y por partida doble! – Se apresuró a decir
la mano sin validar dolor alguno en el hombre.
El hombre, en total rebelión volvió a levantar el
machete y con mayor ímpetu la emprendió contra la mano que oronda celebraba su
triunfo y la cercenó desde la muñeca misma. Entonces, el hombre manco, cojo y abatido,
procuró sentarse sobre el tronco de una ceiba, olvidándose del agua de coco que
tanto apeteció tomarse y distrajo su mirada hacia el nuevo horizonte que
parecía yermo.
--¡Al fin solos! Ella perdió la apuesta conmigo, no te
preocupes. – Por fin la diestra que había permanecido muda todo este tiempo,
reveló al hombre con su expresión quien había originado aquella descabellada
apuesta.
El hombre amargado, la ignoró y pensó que había
terminado siendo víctima y prisionero no de la zurda, pero de la derecha y
volviendo de lo profundo de sus pensamientos, saboreaba la dulzura del agua y
la felicidad de sus fantasías literarias. Se dijo que cuando regresara la
electricidad, escribiría este cuento de las manos apostadoras.
Epílogo
Todavía, sin embargo, reflexionaba el hombre en
posibles finales para el cuento y en cuantas partes habría de cercenar su
propio cuerpo a partir de la infinidad de posibles apuestas, sobre el final que
merecía aquella fantasía surgida en la faena de obtener el agua del coco.
Imaginó cortes sin fin, hasta quedar la mano sola empuñando el machete sin
tener nada más que cortar, triunfadora mano derecha u hombre sin mano y sin
nada, alternando así títulos sin fin dentro de las probabilidades de
cercenamientos. Bastó entonces cuando pudo, bajar al pueblo para hacer la
consabida fila, preámbulo de la nueva rutina post huracán y requisito para
entrar a comprar los limitados productos que en el mercado tenían disponibles
debido a la crisis. La línea se veía
insufrible y sin remedio, sólo se remediaba con ver que seguían llegando otros
para hacerle uno más entre los muchos que esperaban en fila para entrar al
supermercado que con el huracán se había convertido en un simple mercadito. Un
hombre de mediana estatura y tez curtida por la dureza de una vida que en
apariencia había llevado, le hizo siguiente en turno arrebatándole así el
último puesto que nadie quiere. Era aquel de tosco hablar y de miserias las
anécdotas que tenia de su vida. Sin prestar mucha atención a lo que el otro
narraba, el hombre en la fila distrajo sus pensamientos quedando a forma de
fuego cruzado entre conversación entablada por aquel otro último y la mujer que
frente al hombre estaba en turno. Mas distraído no estaba el hombre a tal grado
para ignorar lo que produjo el final de este cuento:
…--Yo dejé la bebida. Ya no bebo, porque cuando yo bebía
me daba mucho coraje conmigo, me peleaba conmigo mismo y me cortaba pedazos. –
Entonces el hombre miró con incredulidad y asombro la realidad de un pasado
terrible de aquel otro que le mostraba a la mujer de enfrente, su mano
izquierda cercenada en sus dedos y su pecho desfigurado por cortes que en otro
tiempo se había hecho aquel hombre, no pelando un coco, pero peleando contra si
mismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario