Al clarear del día, patrulleros de todos los contornos
del pueblo, así como la unidad de bomberos llegaron ante las incesantes
llamadas de la gente histérica que reportó haber visto todo el cementerio de
Peñalosa, encendido en llamas. Con gran asombro todos se miraron entre sí cuestionándose
qué rayos pudo haber pasado pues prácticamente todo el sector urbano había reportado
haber visto un gran incendio y hasta escuchado los gritos que salían de entre
las llamas. El jefe de la policía, el comandante Cipriano Ciruelas, era uno que
desde la calle opuesta a la entrada al cementerio había visto el resplandor de
las llamas. Sorprendentemente el camposanto estaba intacto por lo cual procuraron
la presencia inmediata de la persona a cargo del lugar fúnebre.
–Allá viene. – Le dijo el sargento Severino Polaina al
jefe que le urgía la presencia del cuidador del cementerio.
Concho Frías, con aliento a alcohol desde temprano, lo
disimulaba con otro de los tufos que cargaba en su humanidad, aquel de formol
que impregnaba su vestimenta severamente desliñada. A veces pensaba que era un
embalsamado en vida. Pero no, todos sabemos que se trataba del enterrador del pueblo,
del guarda del cementerio, del chófer de la carroza fúnebre y del remendador de
situaciones y de lo que se le encargara por parte Don Cipriano Peñalosa que era
el dueño de la mitad del pueblo y por supuesto de la funeraria y del cementerio,
reducto último material de los que en vida se creyeron dueños de algo. Estaba
dispuesto a todo, pero sin disposición ninguna por cuenta propia que no fuera
generar ingresos para el sustento de su familia y su adicción al alcohol que
era como podía sobrellevar aquella fetidez de cadáver que siempre le inundaba
su existencia. Maltrecho con su cabello desgreñado, las patas de gallina alrededor
de sus ojos marcándole profundidades prematuras al rostro de mediana edad, sin
llegar a tomar café por la urgencia tuvo que empezar a contestar preguntas de
la policía y los bomberos según mejor podía para su estado.
–Disculpe que lo haya hecho esperar. Tuve que llevar a
mis hijas a la escuela.
–¿En el coche fúnebre?
–Pues claro. ¿En qué más? No sabe el bullicio y la alegría
de toda la escuela cuando ellas llegan.
–Me imagino. Como en la televisión; ¿verdad? Pero,
vamos a lo que vinimos.
–Pues yo vine porque me dijeron que usted me mandó a
buscar.
–No se haga el gracioso que no estoy para chistes. ¿Qué
sabe del fuego?
–¿Qué fuego?
–Se está haciendo o ignora del escandalo que formó la
gente en el pueblo esta madrugada gritando que se le quemaban los muertos.
–Ah; esa era mi esposa gritándome esta mañana que se
me quemaban los huevos que había puesto a freír.
–Otro chistecito y lo arresto por obstrucción a la justicia.
¡No sea charlatán!
–Está bien, está bien, pero como yo no veo que se haya
quemado nada no sé por qué tanta alarma.
–Mire, la alarma es que no puede ser que todo un
pueblo haya alucinado un fuego aquí en el cementerio y usted que prácticamente habita
este lugar ni cuenta se haya dado y todavía bromea sin querer darse por
enterado.
–Si usted me da un segundo, rápido le traigo un libro
que tengo en la carroza fúnebre que puede explicar el fenómeno.
Entonces regresando de la vieja limosina funeraria, en
sus manos terrosas sostenía un libraco que fue abriendo según caminaba para ir
a darle una cátedra presuntuosa al jefe policial para que no se confundiera con
aquella apariencia suya pues el tipo tan inculto no lo era.
–Mira Cipriano…
–¡Joderse contigo! ¡Comandante! ¡Capitán! ¿Cuál es la
confianza?
–Que te doblo la edad, te conozco desde la cuna y que
enterré a tu madre…Pero no nos distraigamos. Mira estas imágenes. Son los fuegos
fatuos.
El comandante haciéndose que sabía de lo que se
trataba asumió de inmediato una postura aún más sobria y le dijo que era eso lo
que se imaginaba había pasado. Concho lo miró con el reojo que observan los
reptiles, sonrió y cerró el libro.
–Mire capitán, este cementerio es muy antiguo, con el
paso del tiempo la acumulación de los minerales que por descomposición de los
cadáveres ha aumentado a tal grado que contribuye a fenómenos que parecerían sobrenaturales,
pero por el contrario es muy natural observarse el tipo de fenómeno que esta
madrugada observó el pueblo.
–Parece que es tiempo de que se busque un nuevo lugar
para un nuevo cementerio.
–Mejor digamos que los cementerios son innecesarios.
–¿Ah sí? ¿Y de qué usted va a vivir?
–¿Y quién le dijo que yo vivo con esta peste a muerto
que cargo encima?
Sin
esperar respuesta se fue al panteón donde había encerrado al melancólico que
anoche profanó la tumba de ella.
Copyright © augustopoderes14 de enero
de 2021
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